Un viaje en el tren de la selva de Madagascar
Viajar en este desvencijado tren supone una inmersión total en la realidad y la verdadera esencia de la isla de Madagascar, un lugar fascinante que se separó del continente hace millones de años y cuyo aislamiento explica su riquísima biodiversidad y su singularidad cultural.
El tren tarda entre siete y diez horas en recorrer apenas 165 km a una velocidad que no supera los 20 km/h pero ¿a quién le importa el tiempo con semejantes paisajes?
El viejo convoy inicia su trayecto en las Tierras Altas de Madagascar, a 1.100 m de altitud, a los pies de abiertos valles sembrados de arrozales, junto a la ciudad antigua de Fianarantsoa, y transcurre su viaje con paso lento hacia el este, a través de las plantaciones de té de Sahambavy, las únicas del país, para adentrarse más tarde en la espesa vegetación de la selva tropical y bajar hasta los 400 m de altura en Andrambovato y Tolongoina, la meca del plátano. A partir de Manampatrana se desciende en paralelo al curso del río Faronny hasta alcanzar Sahasinaka, solamente a 100 m por encima del nivel del mar.
Acompañados por el sonido de silbatos y bocinas de otro tiempo, vamos avanzando entre plantaciones de té y poblados de la etnia betsileo hasta llegar a la localidad de Ampitabe, donde se detiene por más de 30 minutos para la carga y la descarga de las más variadas mercancías, mientras los pasajeros aprovechan para comprar frutas tropicales, mandioca hervida y cangrejos de río cocinados con salsa de tomate y cúrcuma. Los niños son mayoritariamente los encargados de venderlas, y las transacciones se hacen desde las mismas ventanillas del tren.
A partir del punto kilométrico 38, el descenso se hace implacable, bajando desde el túnel de Ankarapotsy a 1.070 m de altura, hasta el túnel de Rakoto zafy a 400 m, y todo ello en tan solo 20 km, lo que nos lleva más de 1 hora, entre frenazos asmáticos de este anciano convoy y la fina lluvia que cae según la época.
Se entra en una nueva sucesión de túneles oscuros en los que penetramos por sorpresa y de los que emergemos entre una paleta de colores diferente cada vez, de verdes fosforescentes entre la exuberante vegetación. El viaje es a cámara lenta, a una velocidad que rara vez supera los 20 km/h.
El punto álgido llega en las cascadas de Manampotsy, una caída de agua de más de 20 m en un paraje de asombrosa belleza. El maquinista no tiene ningún reparo en detener completamente el tren para que los viajeros puedan bajar y fotografiarla; a nadie le preocupan algunos minutos más de retraso.
En el punto kilométrico 55, justo antes de la estación de Madiorano, se llega al desnivel máximo, un 3,5 por ciento. Aquí los problemas de tracción son evidentes, sobre todo cuando las vías están mojadas por la lluvia.
A partir de aquí ya se divisa la selva frondosa del Parque Nacional de Ranomafana.
El descenso es lento hasta alcanzar la población de Tolongoina, que ese día celebra su mercado semanal. Aquí los aldeanos, de diferentes etnias, viven principalmente del plátano. Todo el mundo vende plátanos: verdes, amarillos, grandes o pequeños, pero únicamente plátanos.
Atraviesa bosques de bambú y grandes extensiones de árboles de lichi, así como cafetales y árboles de canela.
A partir de la estación de Ionilahy, los raíles transcurren paralelos al río Farony, importante curso fluvial plagado de cocodrilos e impresionantes puentes que fueron construidos en época colonial.
Mahabako, Fenomby, Sahasinaka… son núcleos de casas de madera que saludan entre paisajes típicos del bosque húmedo tropical. Al salir del largo túnel de Ambodimanga, desemboca en la aldea de Antemoro de Antsaka, donde la carretera asfaltada por fin aparece y las paradas se hacen menos frecuentes. Después de pasar ante el poblado fantasma de Mizilo, ya se huele el salitre del cercano mar en la bulliciosa estación de Ambila, antes de atravesar la pista del aeropuerto, en otro ejercicio de surrealismo africano, para darse de bruces con la estación de Manakara, final del viaje.
Fuente: cerodosbe.com