Historia del tren correo
Todo un clásico del ferrocarril, el 30 de junio de 1993 partía de la terminal de Chamartín el tren expreso que arrastró la última oficina ambulante de Correos que recorrió el territorio español. Aviones, camiones y furgonetas privadas sustituían a Renfe en el transporte postal e infligían una profunda herida a la operadora ferroviaria. Pocas décadas antes, el ferrocarril constituía la columna vertebral del transporte postal; a mitad de siglo pasado se llegaron a efectuar hasta 246 expediciones diarias. La desaparición de los trenes correo supuso, además, la eliminación de los llamados ambulantes, un colectivo histórico formado por 1.300 trabajadores. Con su extinción, el servicio postal adelantó su declinar, hasta convertirse en un transporte casi residual.
A mitad del siglo XIX, tan sólo 613 poblaciones tenían correo diario. Estaban situadas en su mayor parte en las líneas generales de ferrocarriles. Pero en 1866 recibían correspondencia al día 7.864 ayuntamientos, el 84% de los 9.354 que había en España, y solo carecían de él 1.490 municipios. El éxito y popularidad de la correspondencia era evidente al finalizar el siglo, aunque aún alcanzaría cotas más altas en décadas posteriores. Si en 1880 cada español enviaba 4 cartas al año, en 1913 eran ya 7,74 y en 1925 alcanzaba las 9,44. En 45 años la proporción se había multiplicado por 2,5. En 2000, la cuota por cada habitante era inferior a 1,1 (incluyendo paquetería y servicios administrativos).
El ferrocarril tuvo mucha culpa en el desarrollo del servicio postal, prácticamente desde su nacimiento. Los trenes correo, conocidos como ambulantes en la terminología postal, se implantaron desde el principio en todas las líneas ferroviarias en explotación. Se cumplía con ellos una disposición legal que obligaba a las compañías a transportar la correspondencia a la mayor velocidad posible. «La Reina ha tenido a bien mandar que el correo de la línea general de Andalucía haga su tránsito diariamente de ida y vuelta entre Madrid y Aranjuez por el camino de hierro en los términos que expresan las condiciones del adjunto pliego aprobado por S.M.».
Todos estos trenes llevaban además coches de viajeros y constituían la base de este servicio obligado en cada línea de ferrocarril. En ellas, si la demanda era suficiente, se ponían en circulación otros trenes de viajeros de distintas categorías. Los trenes correo debían parar en todas las estaciones; los trenes correo-expreso, solo en determinadas paradas; y los expresos y rápidos solo se dedicaban al servicio de viajeros.
El Estado estableció de forma regular el transporte de la correspondencia, con empleados a sueldo de la administración de Correos, creando los llamados Correos Ambulantes, que eran administraciones con trabajadores fijos. Su misión era recoger y repartir la correspondencia a bordo de los trenes, en los vagones postales o en los departamentos habilitados para ello. Los ambulantes ofrecían generalmente coches de tres clases y además su utilización era habitual con vagones de mercancías completos de detalle en el régimen de transporte de gran velocidad, cuya carga se entregaba en el mismo plazo que la del correo. Se convertían así en trenes pesados, cuyos horarios eran difíciles de cumplir por sus características de servir a distintas actividades. Circulaban generalmente por la noche. Era una institución muy querida del público porque hacían de buzón de alcance a su paso por las estaciones a las que se llevaba una carta apresurada o urgente.
La historia de los ambulantes de Correos está, pues, íntimamente ligada a la del ferrocarril. La primera estafeta ambulante española fue creada el 27 de julio de 1855 entre Madrid y Albacete; es decir, sólo siete años después de empezar a funcionar en España el primer ferrocarril peninsular (Barcelona-Mataró). Con anterioridad, ya se había conseguido transportar gratuitamente el correo por vía férrea. “La ascendente marcha de la civilización, el crecimiento de las poblaciones, de la industria, de los negocios y la internacionalización de la cultura y de los grupos humanos, crea un ingente tráfico postal”, aseguran los historiadores. Pero lo que hoy parece lo más sencillo del mundo -escribir una carta, meterla en un sobre y echarla al buzón, con la seguridad de que llega a su destino- necesitó un laborioso proceso. La idea nació en Inglaterra donde se adoptó la costumbre del sobre cerrado -antes sólo eran papeles plegados-, brotó la necesidad de la estampilla adhesiva -instauró la costumbre del sello sir Rowland Hill, director general de Correos de Gran Bretaña- y se estableció la inviolabilidad de la correspondencia. Precisamente esta inviolabilidad y el número abrumador de cartas, valores y paquetería transportados definen la delicada y trascendental misión encomendada a Correos y, por extensión, a sus ambulantes.
Este medio de transporte reducía los tiempos de entrega del correo, permitía el traslado de grandes cargamentos de correspondencia, además de clasificar los envíos en el propio vagón-oficina durante el trayecto, realizando los intercambios pertinentes en cada parada de la línea férrea. De su eficaz funcionamiento dependía el servicio postal. ya que organizar el sistema de transporte y distribución postal en un país como España, de gran superficie y con una accidentada orografía, era una tarea compleja que exigía una gran planificación para coordinarse con otros trenes, conducciones, enlaces diversos y correo internacional.
El personal destinado en estos servicios móviles debía tener una gran capacidad de trabajo y sacrificio, tanto por la responsabilidad de la tarea encomendada como por lo ajustado del tiempo de recogida y entrega de la correspondencia (un retraso afectaba a otras líneas ambulantes), además de que muchos servicios eran nocturnos. Por todo ello, recibían una gratificación especial, lo que hacía que dichas plazas fueran muy codiciadas, a pesar de lo peligroso que podía resultar, a veces, el empleo. Los funcionarios ambulantes podían ser víctimas de descarrilamientos, choques, incendios, asaltos, además de los consabidos retrasos de varias horas o incluso días, por cualquier avería o desperfecto. El personal portaba armas cortas para su defensa y viajaba totalmente aislado del resto del tren en los compartimentos de Correos, cerrados desde el interior como medida de precaución, ya que no solo transportaban cartas, sino también valores, certificados, metálico y paquetería. La correspondencia entraba y salía de los vagones en cada parada. Clasificada durante el viaje, llegaba a su destino ya lista para su entrega, sin que existiera comunicación de los agentes con el exterior.
Aunque el grueso del transporte de correspondencia se realizaba en los vehículos que la Dirección General de Correos y Telégrafos disponía en propiedad, en algunas líneas o trayectos con menos afluencia se utilizaban vehículos mixtos propiedad de Renfe. Los furgones postales (DGCT) constan de varios almacenes, separados por un pasillo central, que albergan en su interior un conjunto de sacas homogéneas en su contenido y destino. A diferencia del furgón postal, el coche de correos es una auténtica oficina móvil que permite a los funcionarios clasificar la correspondencia que reciben sobre la marcha. Este coche posee dos almacenes en los extremos, donde se carga el correo ya agrupado por destinados o por encaminamientos, y una parte central, formada por varios mostradores y casilleros para la clasificación postal.
Se denominaba ‘tren correo’ a los convoyes que efectuaban parada en todas las estaciones del trayecto y que llevaban coches estafeta o el furgón que dejaba y recogía el servicio postal. Eran, además, trenes de pasajeros, más lentos y con menos clase que un ‘rápido’ o un expreso. Este último, que circulaba en horario nocturno, también solía llevar la correspondencia en un furgón especial, pero el servicio postal solo se establecía en las paradas convenidas. También circulaban los trenes postales; exclusivos para este servicio, generalmente eran radiales y variaban su composición añadiendo o soltando vagones. Solían llevar furgones cerrados y coches estafeta, con personal de Correos con labores de clasificación.
El transporte de correo por ferrocarril crece simultáneamente al aumento del volumen postal. En los años 70, este servicio se realiza mediante 5 trenes postales, 166 coches y 69 furgones -todos propiedad de Correos-, y un porcentaje variable de vehículos alquilados a Renfe, entre los que se encuentran las plataformas de contenedores -que se utilizan para la correspondencia con destino a Canarias- y los vagones de madera, popularmente conocidos como ‘borregueros’. El ferrocarril es, con diferencia, el medio de transporte más utilizado por Correos, con un coste de 3,0501 pesetas tonelada/kilómetro. EI parque móvil ferroviario está formado por los coches de las series 1500, 3000 y 3200. La única diferencia entre ellos estriba en el tamaño y en la fecha de construcción.
En 1995 dejaron de circular. Los 74 vehículos que aún quedaban en servicio pasaron a la situación de apartados; es decir, sin poder salir a la vía. Aún así, el parque se mantuvo casi intacto hasta 1997; a partir de esa fecha comenzaron a darse de baja masivamente. En su mayor parte, fueron vendidos como chatarra. Sin embargo, se preservan aún algunos ejemplares, como el que posee el Museo del Ferrocarril de Vilanova i la Geltrú; otro que circula en el tren turístico de la ARMF (Lleida); la Asociación Zaragozana de Amigos del Ferrocarril (AZAFT) mantiene un coche oficina y un vagón postal restaurados recientemente; puede contemplarse también el vehículo estafeta DGDC-222 rescatado en Delicias; y otro transformado como bar en una gasolinera de la carretera de Palencia a Santander. El correo abandonó el tren.
Fuente: elcorreo.com